Carlos Medellín
Del libro Moradas
Por el árbol de acero que cubre mi soledad
en las mañanas ciegas,
por los nocturnos labios combatientes,
por el ave sin nombre que colma de círculos
o de ojos oblicuos las ventanas,
por el vacío inmenso que llena de mejillas la tarde,
bendigo al viento,
Por los ríos que cruzan mi lecho,
sin destino,
por los caminos de hojas y de oro
desnudos, ya sin huella,
por una voz que llega y dice
lo que nadie puede repetir,
por la lengua de plata que se eleva
desde los campanarios,
bendigo al viento.
Por el absurdo Sordo,
por San Sebastián Bach,
por la abeja de Schubert,
y por vosotros todos
los ángeles que ignoro, bendigo al viento.
Por la mano que asciende
de la raíz del álamo
hasta el monte de Venus
o simplemente hasta mi sueño,
por el reloj que olvida
cuántas veces desisten las horas
en la marea creciente de mi pulso,
sobre la luna abierta de mi sombra,
bendigo al viento.
Por el pastor Ganimedes
que prefirió el espacio al tiempo,
por Tristán, pero ausente de Isolda,
por el cisne que muere de libertad,
y por el cuerpo virgen de un lirio adolescente,
bendigo al viento.
Por los caramillos que atesoran ovejas,
por la nieve de las mujeres que arrullan el campo,
por el cristal que no encuentra su forma
sino en las rosas verdes,
por la memoria de un amor que crece
subterráneo en mi frente,
bendigo al viento.
Bendigamos al viento,
creador y redentor del vuelo,
por su altura sin ancla,
por su profundidad sin alas,
por el silencio de las piedras en los templos,
por la sonata de los árboles
que sentimos pasar y nadie llama,
por el fuego navegante
y por el agua cuando nace la luz.