Al preparar la tierra en su cuerpo anhelante no produzcas dolor en sus entrañas, ábrela simplemente sin herirla, aliméntala con jugos minerales, toma en tu propia mano la semilla para que la revuelvas con tu sangre deposítala envuelta en melodías, cúbrela con tu aliento como un padre, y por último riégala en la mañana y en la tarde con el agua que brota de la montaña madre sin permitir jamás que la toquen tus lágrimas.