Una mañana,
hace unas cuantas vidas,
me desperté y decidí ponerme a prueba.
Me dije:
serás mujer y hombre,
pez, insecto y pájaro,
montaña y grano de arena.
Como quien disfruta leyendo el final de los cuentos
antes de comenzarlos,
primero fui grano de arena
perdido en la infinitud inexorable
reflejada en la permanencia de las cosas.
Fui también montaña
extraviada en el inconsciente de los mortales
y descansé tanto durante esas vidas
que tuve la tentación de ser,
cuanto antes, hombre o mujer.
Pero dejé que las cosas siguieran su curso
y fui insecto —multiplicidad
reflejada en mi telúrica existencia.
Luego fui pez
debatiéndome entre el atávico
ir y venir de los mares.
Esa forma de vida me hizo albergar
deseos de alzarme
y entonces fui pájaro,
desplegando mis alas con la cadencia del infinito.
Fue cuando sentí tanta admiración
que en sueños entablaba conversaciones
con héroes que habían sido capaces de superar
prueba tras prueba hasta llegar a conquistar
el reino y la belleza.
También decidí hacer una pausa
y durante alguna vida
sencillamente no fui nada.
Ahora soy hombre. Ahora soy mujer.
No os extrañe si os confieso
que he sido muchos hombres y muchas mujeres,
y que de todas esas vidas conservo un recuerdo
más nítido que el alma de la palabra primera.
No acabaría nunca si os contara todo lo que fui.
Mujeres y hombres
que habían sido granos de arena,
montañas, peces, insectos y pájaros
y una infinidad de otras cosas y de otros seres.
Hombres y mujeres extraviadas dentro de unas vidas
que, la mayoría de las veces, no eran las suyas.
Hombres y mujeres que sin embargo supieron ser ellas
y reconocerse a sí mismas cuando se llamaban
Adán y Eva, Orfeo y Eurídice, Romeo y Julieta,
Él y Ella, Tú y Yo.