Los árboles llegaron tarde.
Después de la muerte.
Después del amor.
Después de la palabra.
Llegaron todos de repente
como un vendaval de dicha
sobre la conciencia
y ya no se han ido
ni se irán jamás.
Lo sé por el crujir
de las hojas secas
al cerrar los ojos
como de huesos calcinados
bajo la luz invasora
del sol a mediodía.
Lo sé por el sabor
a raíces hondas y húmedas
que se me queda en la boca
cuando mi cuerpo
comienza el descenso
por los contornos livianos
de las sombras.
Lo sé por el viento
que amaina en mi estancia
y se me hace verso
que lleva a otro verso,
que lleva a otro verso.