Amarú Vanegas
Esperaba la hora
y esa pesadilla para inmolarme.
La hora en que los pájaros
cerraban sus ojos
y otros mundos se mezclaban con mi herida.
En esa hora un niño de boca sabia
—mi hijo muerto—
desconocía todo cuerpo,
todo plagio de dolores.
Entonces mis pezones
se hundían en una boca más perversa
e indolente.
Conocí el placer
y libre habité la copa del árbol.
Me llamaron bruja, arrojaron la sal
y, prometiendo la hoguera,
temieron mi risa.
Pero la risa era el frío de una historia
que ya no me pertenecía.