Vivimos en un huevo.
Hemos cubierto su interior
de dibujos obscenos
y garrapateado los hombres de nuestros enemigos.
Nos están incubando.
Quienquiera que nos incube
incuba también nuestro lápiz.
Cuando rompamos la cáscara un día
nos haremos una idea
enseguida de quien nos incuba.
Suponemos que nos incuban.
Nos imaginamos un ave bonachona
y escribimos trabajos escolares
sobre colores y raza
de la gallina que nos incuba.
¿Cuándo romperemos la cáscara?
Nuestros profetas del interior del huevo
discuten, por un sueldo medianejo,
sobre el período de incubación.
Suponen un día X.
Por aburrimiento y necesidad auténtica
hemos inventado las incubadoras.
Nos preocupa mucho nuestra descendencia en el huevo.
Con gusto recomendaríamos nuestra patente
a quien nos guarda.
Tenemos un techo sobre nuestras cabezas.
Pollitos seniles,
embriones que saben idiomas,
hablan el día entero
y todavía discuten sus sueños.
¿Y si no nos incubaran?
¿Si nunca se hiciera un agujero
en esta cáscara?
¿Si nuestro horizonte fuera sólo el horizonte
de nuestros garabatos y no dejara de serlo?
Confiamos en que nos incuban.
Aunque si hablamos sólo de incubaciones
hay que temer también que alguien,
fuera de nuestra cáscara, sienta hambre
y nos eche a la sartén, sazonándonos con sal…
¿Qué haremos entonces, mis hermanos
de dentro del huevo?